Aquiles

(Ruego a Tetis)

«Haré, hijo, de ti un dios,

para que el amor haga de él un hombre».

(Loto PSeguín)

Cuando languidezca en mí el velo de cólera

que ciega la razón y oscurece el corazón,

voy a ser alcanzado, madre, en el mismo talón de la soledad,

por el sideral ser de su irreparable pérdida.

De nada ha de valer entonces

el cruel fuego de la dulce ambrosía de la divinidad

en la que deseaste ahogar lo mortal de mi ser,

ni la pavorosa fortaleza de la Estigia en la búsqueda de la inmortalidad.

Has de saber, que la delicada seda de ese anteayer

que aún ayer me acariciaba

en la certeza de la falta de incertidumbre,

es hoy basto sayal que siento que me llaga y amortaja.

Solo estoy ante la soledad de estas murallas

que han de morir para mí,

y frente a miles de hombres que han de vivir un segundo en mí,

endeble titilar, el suyo, bajo el pujante fulgor de mi lanza,

en el universo de la ajena gloria.

Más célebre ha de ser mi suerte, caído bajo la cólera de Apolo

cuando le sople a su protervo hijo el divino hálito de la vida.

Solo los dioses conocen el secreto del talón

y solo ellos pueden redimirme de este horror,

señalándoselo a ese perverso ser que en su lecho cobija Helena

para que su flecha traidora

lave la dulce ofensa de tu mano protectora

y pueda morir al fin

como muere todo lo que es real en mí.

No quiero vivir, madre, preso de la eternidad

porque persigo la gloria no la inmortalidad.

Deseo ser breve y en esa levedad

volver a abrazar a Patroclo, y su lado vivir

como viven los hombres y descansan los caballos,

sin otra pasión que el fuego del combate cuerpo a cuerpo,

ni otra pena que la tristeza del amor sin su cuerpo,

ni otro amor que la delicia de, aun así, amarlo

hasta la sana locura de renunciar al divino éter

para atarme al mundano aire de su pútrida piel.

Deseo, madre, no sabes cuánto,

abrazar las mariposas de su aliento

en el ignoto rincón de su ausencia,

porque solo ellas pueden sanarme

de la angustia de añorarlo.

©PSeguín

Lauviah

Sinopsis

Lauviah busca conmover y honrar, en su angelical dialogar, el ser singular del hombre en el seno de la madre de todas las batallas, la absurda y disparatada disputa que justifica a dioses y diablos (encarnados unos en sus ángeles y los otros en sus moscas). Empeñados en la neurótica recolección de esa ignota esencia que ellos y sus sacerdotes denominan alma, y que no es sino la singularidad. Cualidad donde se asienta y suena libre y eufónica la serena presencia de lo humano en lo efímero, ajeno a la temeridad de lo eterno en el seno de ese estruendo desolador e infinito que es la eternidad.

«Siete serán los ángeles que contra nosotros cabalguen, siete sus nombres (Miguel, Gabriel, Rafael, Uriel, Jegudiel, Sealtiel y Barachiel) y siete sus trompetas».

(Libro de Las revelaciones)

Ruego

Necesito un ángel bueno / que preste alas / a las alas de mis poemas. / Un ángel despierto / para mi alma dormida / en el cajón celeste / de mi voz dolida.

Bajo secreto


«Ojos olvidados y lacrimosos, ojos de perro enfermo. Sí, eso, ¡eso mismo!, de perro enfermo y viejo. Ojos de perro y de abuelo, ambos al final de la vida: cansados, mórbidos y llorosos.Ojos del abuelo que al contrario que los míos se perdieron para siempre camino de algún lugar al que llamaba con voz afligida “¡dios mío!”.

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La hija del txakurra

«En memoria de todos aquellos que sin ser neutrales sí fueron inocentes y en esa condición vilmente asesinados».

El libro La hija del txakurra, estrena casa y vestido, se agradecen las visitas.

Un fraternal abrazo.

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LUZ DE AHUMADA

 

 

 

 

En memoria de Antonio Gómez Ramos y Aurelio Navío Navío, guardias civiles asesinados por ETA, tras un heroico y desigual enfrentamiento. Su valor, entrega y espíritu de sacrificio representan cumplidamente a los 245 compañeros asesinados.

 

El General Francisco Javier Girón Ezpeleta, Duque de Ahumada y Marques de las Amarillas, yergue su noble cabeza, inclinada hasta ese momento sobre la regia mesa de nogal que preside el despacho. Está escribiendo. Aprovecha ese gesto para ojear con grave ternura el puñado de pliegos de papel de barba que contienen, en su elegante caligrafía, el articulado en el que viene trabajando a lo largo de los últimos meses. Sostiene entre sus dedos el aseado útil de escribir. Eleva la mirada al techo buscando inspiración en lo divino, de lo humano nada le resta que añadir, todo cuanto su entendimiento alcanza ha sido entregado. Se ha vaciado en la empresa, en el convencimiento de que cada una de las palabras allí escritas deben constituir un concepto que a su vez ha de conformar un rasgo del espíritu del recién creado Cuerpo de la Guardia Civil.

Redacta la que va a ser la espina dorsal del ser y existir moral y ético de la Institución y, por tanto, de cada uno de sus miembros. La piedra angular sobre la que ha de girar su vida y el servicio. El baluarte, en fin, en el que mantener íntegro su prestigio y reconocimiento.

No es un reglamento más, y lo sabe, y así se lo ha hecho saber a Narváez, a la sazón presidente de gobierno. Toda vez que este le exhortara mediante afectuosa carta a dar por concluido el mismo. Habida cuenta de que el gobernante intuye lo que el general sabe, que ese reglamento va a ser el broche final en su puesta de largo.

Porque es así, le responde el general, en sobria, pero cercana, misiva:

Estimado presidente:

 Entiendo que tan trascendental asunto inquiete tu ánimo, en la medida, que turba y perturba el mío más allá del mero deber. Y es que no es cuestión menor la ausencia de un reglamento acorde con las necesidades que inspiran la puesta en marcha de este novísimo y honorable Cuerpo de servidores de la Patria.

Sin embargo, y tal como le expuse en mi última entrevista a tu antecesor, el ínclito González Bravo, de quien recibí tan honorable encargo, entiendo que antes de la mera logística, y aún de la importancia que entraña su correcto despliegue territorial, y si me es permitido afirmar hasta del mismísimo cumplimiento de su sagrada misión, está, la exacta redacción de un precepto capaz de conjurar las debilidades que minaron la confianza, la efectividad y el prestigio de las Milicias Nacionales. Y que terminó por ser amarga tumba de la regía disciplina militar, vilipendiada, degradada y acaso fenecida en manos de desidiosos mandos intermedios destinados en lugares remotos y fuera, por tanto, de la rigurosa supervisión y control de las más altos estamentos de dirección y mando.

La Guardia Civil ha de nacer y atenerse por ello no a una ordenanza al uso, sino a un código moral capaz de moldear y bordar su conducta con los dones del honor, la fidelidad, la honradez, la honestidad, el valor y el espíritu de sacrificio. Virtudes todas ellas capaces de granjearles entre la población a que sirven, no solo el respeto que les deben y ellos han de imponer con su sola presencia, sino la más sincera admiración y agradecimiento. Han de ser siempre, presidente, pronóstico feliz para el afligido. Para ello, y como digo, esos valores han de enraizar en la voluntad y entendimiento de sus componentes. Para que sean guía y mentor de sus actuaciones cuando esté presente el mando, y también cuando aislados y hasta diezmados no hayan de responder sino ante ellos, Dios y la Benemérita Institución a la que sirven y representan.

Sin más, se despide tu seguro servidor”.

Alegato que el presidente entendió conocedor de los demoledores efectos que la ausencia de esas virtudes había causado en los componentes de las instituciones aludidas.

Don. Javier Girón, volvió su mirada a la mesa, donde reposaba la Circular redactada y publicada el 16 de enero de 1845 y que le había servido de base para ir dando forma y cuerpo a la que sería la Cartilla de la Guardia Civil.

 

Trece de julio de 1980, polvorín de explosivos Río Tinto, en Aya, Guipúzcoa. Tres coches de la Guardia Civil, se disponen a regresar al cuartel después de haber sido relevados tras una agotadora jornada de vigilancia en el interior del este.

  1. Javier Girón lee emocionado: “El honor ha de ser la principal divisa del Guardia Civil (…)”

Ese día el relevo se ha demorado más de lo habitual y los guardias salientes acusan, sin sombra de queja o atisbo de contrariedad, el cansancio físico y psíquico en sus rostros. Aun así, y tal como he dicho, no se cruzan ni dirigen entre ellos reproches, ni malas caras, todos saben que la necesidad de cambiar constantemente de itinerario les obliga a realizar largos desplazamientos. Que el retraso, en fin, no se debe a la desidia de sus compañeros, sino a la inexcusable exigencia de la seguridad, al ineludible imperativo del servicio.

Don Francisco Javier lee: “Las vejaciones, las malas palabras, los malos modos y acciones bruscas (…)”

Los jefes se han dado novedades y hecho las advertencias que la delicada misión encomendada demanda. Los compañeros sin desatender la labor de vigilancia se han celebrado con bromas y muestras de sincero afecto.

Las duras condiciones en que han de desempeñar el servicio, y la desafección hacia ellos de gran parte de esa sociedad a la que sirven, los ha llevado a fortalecer aún más los naturales lazos de amistad y compañerismo que imperan en la Institución. Se saben más necesarios que nunca. Y no solo porque la continua y efectiva vigilancia de cada uno de ellos sea la seguridad de los otros, sino porque en lo humano, han de ser mucho más de los que son, para así superar ese injusto rechazo. Ese mal disimulado desprecio de unos hombres y mujeres, sumidos en la cobarde obediencia a que les aboca el terror con el que les somete tan sanguinaria organización terrorista y su red de delatores y miserables cómplices.

  1. Javier Girón lee: “siempre fiel a su deber, sereno ante el peligro (…)”

El vehículo que encabeza el convoy, compuesto por tres vehículos Talbot 150, es conducido por el guardia D. Antonio Gómez Ramos, lo acompañan los guardias D. Jesús Díaz Blanco y D. Aurelio Navío Navío.

El portón se abre ante ellos. Atrás quedan sus compañeros, mirándolos serios y preocupados. Los desplazamientos en estos servicios fijos son sumamente peligrosos. Y es que por más cambios que realices en la elección de itinerarios, al final han de entrar y salir por puntos fáciles de controlar y propicios, por tanto, para una emboscada.

Antonio, con motivo de comprobar si le siguen los otros vehículos, alcanza a atisbar a través del espejo retrovisor, como en un mal presagio, la sombría gravedad de sus semblantes.

La grava del camino gime lastimada bajo las ruedas de los coches. Los sentidos alerta.  Las armas en posición de defensa, prestas a repeler una posible agresión. Las ventanillas bajas. La mirada escudriñando el paisaje, interrogándolo casi sobre las criminales intenciones de ETA.

  1. Javier Girón lee: “El guardia civil será prudente sin debilidad, firme sin violencia (…)”

El cielo azul alienta su valor con la evidencia de la luz de un sol tan brillante y limpio que se filtra en el coche templando su piel, fatigada por las largas horas de guardia. El mediodía es radiante también en las verdes campas que van escoltando la estrecha carretera por la que circulan. De algún modo todos lamentan no poder dejarse ir en lo bucólico del paisaje. No poder ser uno más entre aquel pueblo. Tener que ir siempre atados a la desconfianza. Siempre en actitud vigilante.

  1. Javier lee: “Sus primeras armas deben ser la persuasión y la fuerza moral (…)”

El peligro está ahí fiero y al acecho como una mala víbora. Por eso no bajan la guardia. Por eso no se dan tregua.

  1. Javier lee: “Deberá estar penetrado de la importancia de su misión (…)”

Antonio va atento al frente, a la carretera, sus dos compañeros a los laterales. Buscan detectar la presencia del algún individuo o grupo sospechoso. Un vehículo mal estacionado. Una elevación del terreno. Un muro. Un talud. Tierra removida. Un cable… Los indicios pueden ser y son muchos. Las oportunidades de adelantarse escasas, y lo saben, pero no por ello cejan en el empeño.

Ya en Orio, se aproximan al cruce con la N-634. El paso elevado de la vía férrea lo anuncia. A su derecha una casa con un huerto rodeado por un muro de piedra, a su izquierda un bosquecillo.

Antonio reduce. Observa entonces la presencia de dos jóvenes sobre el paso elevado, caminan decididos, de pronto se vuelven hacia la vía por la que ellos transitan. Antonio advierte: “Arriba en la pasarela”. Sus dos compañeros agachan la cabeza y dirigen la mirada y las armas hacia ese punto. En ese momento ven como uno de ellos les arroja algo. Se alertan y tensan en el angosto espacio de que disponen dentro del vehículo y también en la fugaz estela de tiempo que los retiene. La compacta sombra de un objeto metálico centellea en el aire y de inmediato y antes de que puedan oír el inevitable contacto con el capo del coche, oyen el seco trallazo de la metralla sobre el parabrisas quebrándolo sin apenas estrépito. Sonido de grava incendiada, a eso les suena. El coche se llena de un enjambre de esquirlas de cristal y metal que les muerden, antes de que el ruido les rompa de dolor los tímpanos. Y de inmediato el agudo tableteo de las armas semiautomáticas con los que los atacan. Y el ruido de la chapa bajo el peso de los proyectiles. Agudo y sordo trallazo que no hay que mirar para saber que la traspasa sin dificultad.

Se oyen nuevas detonaciones de granadas, y como el maldito lazarillo que las guía el rasgado martillear de las armas de guerra con las que buscan atenazarlos entre dos fuegos.

Antonio siente el impacto del plomo en el pecho como una daga de fuego, como un rastro ardiente e insonoro que les recuerda vagamente a las estrellas fugaces. Luego otro, que le hace estremecer y gemir de dolor. Por el rabillo del ojo ve a uno de los terroristas disparar desde detrás del muro de piedra del huerto. Antonio no duda, dirige el coche hacia él. Trata con esa brava maniobra de romper esa línea de fuego y poder repeler así la agresión. El coche se adentra en la cuneta cabecea y se detiene agónico. Los compañeros de Antonio se bajan de inmediato y se refugian detrás del vehículo, que les sirve de resguardo, y desde donde pueden comenzar a dar merecida respuesta a los facinerosos.

“Valor, firmeza y constancia”, sentencia el General.

Antonio se siente dolorosamente clavado al asiento. El cuerpo le pesa, la sangre le corre por la cara. Siente la camisa pegada a la piel y esta a la sangre que se derrama de las heridas. En esa fracción de segundo parece haberse ido. Pero de inmediato reacciona, coge la metralleta, mueve el pestillo y de una patada abre la puerta. El rugir de las balas sobre la chapa le advierte de la presencia del criminal que busca. Sale a pecho descubierto. Solo el leve tul de la sangre le protege. Encara el arma y avanza hacia el terrorista. Este sorprendido se levanta incrédulo ante el arrojo de Antonio y le dispara, las balas le impactan en las piernas y en el vientre. Antonio aprieta el gatillo de la metralleta y el terrorista recibe una ráfaga que le cruza el cuerpo. Se tambalea. Antonio vuelve a dispararle, esta vez lo alcanza en el rostro y lo ve caer hacía tras. Se detiene, se mira y mira al cielo. Se sabe muerto. Pero quiere vivir y en ese esfuerzo se lleva con serena energía la mano al pecho. Busca atajar la sangre en la que se le va la vida, pero la mano pesa como una losa y ese peso lo derriba sobre el asfalto.

Ya en el suelo y antes de perder el conocimiento, ve, como a veinte metros por detrás de él cruza corriendo otro terrorista con un cetme en la mano. Y como uno de sus compañeros lo abate. Oye también el tableteo de las armas de los que viajan en los otros coches. Y cómo los terroristas ante tan enérgica respuesta retroceden, se reagrupan y entran aprisa en un Seat 131 blanco. Huyen. Oye, tan serenas como firmes, las voces de sus compañeros señalándose objetivos, advirtiéndose, buscan cortarles la retirada, las reconoce. Están allí, están con él y están vivos. Asiente confortado.

Mezclada con la calidez de la brisa que alienta el día, llega hasta él la leve sombra de un cabello tan negro y profundo que lo arrebata con su perfume a mujer. Lo reconoce, y se ata a él como se ata dios a los ángeles, para sentirse en la gloria, lo está. Sonríe complacido y en ese gesto su rostro de niño recobra de nuevo la ternura que aquel lugar maldito le robara.

Detrás del coche el guardia D. Aurelio Navío, agoniza sin un gemido, sumido como Antonio en la certeza de que no han sido derrotados. Que su valor y sacrificio está llamado a ser el más sólido argumento entorno a la seguridad de sus compañeros. El acto que va a disuadir a los terroristas de que la tragedia de Ispáster, donde fueron asesinados en idénticas circunstancias seis compañeros, y que ellos en su criminal afán han tratado de remedar, no va a volver a ocurrir. Porque cuando la fatalidad es neutral el bien que emana de la nobleza de sus corazones y enérgicas voluntades se impone a la maldad de los delincuentes. Rota la sorpresa, en igualdad de condiciones los terroristas nada tienen que hacer y lo saben. Por eso huyen acobardados y en la certeza de que solo el infortunio sufrido por el fallo de una de las armas de aquellos hombres les ha permitido salir a algunos de ellos ilesos. Atrás, embutidos en sendos chalecos antibalas, quedan muertos dos de ellos. Un par de asesinos con un abultado currículo de espantosas atrocidades a sus espaldas. También varias de las armas utilizadas.

Cerca del otro coche, yacen gravemente heridos, pero no por ello inactivos en tan desigual batalla los guardias civiles D. Francisco Villoria Villoria, D. Ramiro Cerviño Pereiro y D.Jesús Díaz Blanco.

Inmersos en el dolor no pueden sino sentirse confortados toda vez les ha sido permitido batirse, desbaratar la emboscada tendida por los criminales y  plantar cara a esas fieras rabiosas que son los miembros de ETA.

Veinte de diciembre de 1845, Don Javier Girón, acaba de leer la Cartilla y se siente confortado, reconoce en ella un código ético que, de ser asimilado y puesto en práctica, hará de su Guardia Civil una Institución benemérita e irrepetible.

En Orio (Guipúzcoa), 135 años después, un heroico grupo de jóvenes guardias civiles, penetrados de la ejemplar moral que el Duque de Ahumada les inculcará, acaban de escribir una página más de abnegación y espíritu de sacrificio en la intachable hoja de Servicio de tan honrosa Institución.

En el cielo, D. Javier Girón de Ezpeleta, Duque de Ahumada y Marques de las Amarillas, los vela con el corazón inflamado de emoción y orgullo. Se reconoce en ellos y en todos y cada uno de sus actos, como tantas otras veces, como siempre, y es que el designio de su férrea voluntad anida, y lo sabe, en el seno de la Institución y en el talante y quehacer de sus miembros.

 

Al cruzar la calle

 

Confiscare en ti todas mis heridas,
te dejaré sola en medio
del verde trigal del sueño que fuimos,
para que no vuelvas a enfermar de pena
ni yo de arrepentimiento.

Para que tu risa vuelva a ser
la marea de todos los días,
la de los pares y también la de los impares.

Porque sin ella el mar se detiene
al cruzar la calle,
al caer por la ventana,
al traspasar la puerta.

Porque sin ella los relojes
adquieren sentido,
y las horas todo el poder.

Has de volver a ser,
aún lejos de mí,
porque tu ser es vital,
como mi pena;
mi pena y tu ser,
aún así mereció la pena:
¿no crees?

Incluso ahora que he vuelto
resuelto a confiscar en ti mis heridas,
siento que volvería hacerlo,
que volvería a amarte,
sin cambiar ni una coma,
de las tantas de este poema
de despedida.